CONVIVIR CON LOS CONFLICTOS
Tal como estamos viendo, el conflicto está omnipresente en todas las actividades
de los humanos, desde que existimos como tales, por tanto aceptar el conflicto
nos da una gran capacidad de comprensión de las realidades en las que vivimos
como especie, su reconocimiento nos permite también ser unos cualificados
actores de las realidades que vivimos, ya sea como personas o formando
parte de un colectivo.
Saber interpretar y vivir los conflictos puede ser un signo de
calidad de vida.
Como hemos señalado, es normal que al coexistir –vivir juntos– tengamos
desavenencias y que muchas de ellas ni siquiera seamos conscientes de que
existen, bien porque no nos afectan demasiado, bien porque no les concedemos
importancia. Pero esto no se produce gratuitamente, sino porque en nuestro
aprendizaje, en nuestra especialización, nos hemos dotado de mecanismos
para lograr nuestros objetivos, en nuestra convivencia, con el menor gasto de
energías posible. Tenemos predisposiciones para que los comportamientos que
adoptemos sean lo más exitosos posibles, para que alcancemos el máximo de
bienestar.
Podríamos comprender cómo los seres humanos, su vitalidad, mantendrían
pulsiones continuas de acuerdo con sus proyectos, necesidades, emociones y
percepciones, lo que supondría una continua «conflictividad». Sin embargo, no
siempre percibimos o somos conscientes de ella, probablemente porque tenemos
articulados inmensos recursos de gestión de la misma. Esto puede ser una
de las claves de nuestra existencia: regulamos cotidianamente muchos conflictos sin
apenas gastar energía en su gestión. Efectivamente, hay muchísimos ejemplos de
conflictos regulados sin «ruido» a través de: mutua confianza, orientaciones
amigables, intereses positivos hacia el bienestar de los demás, disponibilidad a
ayudar a los otros, percepción de intereses y valores similares, «sentido común»,
comunicación honesta, etc. Sólo cuando esta regulación comienza a
plantearnos problemas, cuando los mecanismos aprendidos no dan soluciones
adecuadas a los conflictos nuestra conciencia nos alerta de que algo va mal.
Sólo reconocemos por conflictos aquellas situaciones en las que nuestra conciencia tiene que
actuar para regularlos, aunque de hecho estemos inmersos en muchos más.
Ahora bien, sobre ello se superpone otra serie de condicionantes que
modifican y, a veces, distorsionan algo esta sintonía, como puede ser: compartir
o no objetivos; coincidir en los valores; vivir en un espacio común;
supeditación de los intereses de uno sobre otro; recuerdo de relaciones previas
exitosas; expectativas de ganancias; y disposiciones a la cooperación o a
la competencia.
El conflicto nos acerca a un mejor conocimiento de nuestra condición humana, si
queremos más científico, de todas las circunstancias que nos rodean, sea en un
medio más o menos cercano o lejano. Tal como hemos visto el conflicto nos
relaciona con los otros seres vivos, con la naturaleza, con el universo. Nos hace comprender
que habitamos en el universo y que nosotros formamos parte de él. La
aceptación del conflicto como una de las realidades de la especie humana tiene
también obviamente consecuencias en los presupuestos epistemológicos –como
constitutivos de la teoría del conocimiento– sobre los que basamos nuestras
concepciones e investigaciones.
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